Venecia según Eduardo Mendoza

Finalizadas aquellas lluvias primaverales, el tiempo cambió radicalmente: ahora se sucedían los días soleados y hacía un calor húmedo; pronto las aguas quietas de algunos canales empezaron a desprender efluvios mefíticos. Con la llegada del verano la afluencia de visitantes se multiplicó ; ahora era difícil caminar por las calles céntricas y en los lugares más afamados se producían diariamente avalanchas que a menudo resultaban en traumatismos, fracturas y luxaciones. El griterío era ensordecedor en todas partes, incluso en aquellas que por su naturaleza parecían destinadas a la contemplación callada. También era evidente que la categoría social de estos turistas había bajado en proporción directa al incremento de su número: ahora la mayoría de turistas vestían andrajos y apestaban; los más dormían al raso, envueltos en mantas o trapos e incluso en hojas de diario, amontonados los unos sobre los otros. Por no gastar dinero consumían alimentos enlatados, que muchas veces les producían vómitos y diarreas. Algunos restaurantes económicos, por negligencia o por lucro, servían comidas en malas condiciones y no pocos vendedores ambulantes despachaban carne, pescado, verdura y fruta en estado de verdadera descomposición: esto también causaba estragos entre la población flotante. Sin embargo, no todos los turistas eran víctimas de la situación: también habían acudido a la ciudad ladrones, estafadores y carteristas; malhechores y rufianes medraban a costa del hacinamiento y la confusión. Un tráfico intenso y lucrativo de estupefacientes, objetos robados y falsificaciones se desarrollaba a plena luz, en la más absoluta impunidad. Si ahora deambular por los sectores concurridos de la ciudad resultaba exasperante, hacerlo por las callejuelas retiradas y desiertas entrañaba peligros diversos: allí salteadores, drogadictos y majaderos caían sobre los paseantes indefensos para despojarlos de sus pertenencias y propinarles palizas vesánicas. Al menor signo de resistencia salían a relucir navajas y punzones y hasta dagas de empuñadura labrada, recamadas de pedrería, que apenas unas horas antes habían figurado en las vitrinas de algún museo. Cadáveres desnudos, con el cuerpo lacerado, el cráneo roto o la cabeza separada del tronco, aparecían luego, flotando en los canales, de los que emergían en el momento más inopinado, sembrando el pánico entre los recién casados o los matrimonios de más edad que habían acudido allí a pasar su luna de miel o a celebrar sus bodas de plata y que veían de pronto cómo una mano exangüe se aferraba rígidamente a la boda de la góndola que los paseaba o cómo unos ojos vidriosos les observaban fijamente desde el fondo del canal a cuyas aguas se habían asomado buscando el reflejo de aquellos palacios serenos y armoniosos. Nadie estaba libre de estas asechanzas y menos aún las mujeres jóvenes a las que se hacía objeto de agresiones y abusos con frecuencia obsesiva. Las que se apartaban de los circuitos más frecuentados llevadas de la curiosidad o en pos de un poco de sosiego o atraídas por los requerimientos de un seductor fingido eran violadas de fijo cuando no cloroformizadas y expedidas a lúgubres prostíbulos de Karachi, Penang o Asunción. Las autoridades de veían desbordadas por las circunstancias y se limitaban a preservar mal que bien la integridad física de la ciudad: un helicóptero la sobrevolaba incesantemente para prevenir a las fuerzas del orden y a los bomberos si se producían incendios o saqueos o si algún brote de violencia degeneraba en batalla campal. Aparte de esta medida, dejaban que imperase la ley de la selva. También los venecianos parecían haber abandonado las calles a los turistas y logreros y haberse refugiado en el interior de sus casas sombrías.

 

                                                                                           (La isla inaudita, Seix Barral, 1989)